Defensores (as) y detractores (as) de esta medida reconocen que no mejorará la disponibilidad de fármacos a corto plazo.
Uno de los argumentos de la industria farmacéutica se basa en que suspender las patentes dañaría la innovación.
Un hombre de sonrisa bondadosa llamado Kenneth Chien fue a comer hace diez años a El Bulli, el famoso restaurante de Ferrán Adrià en Roses (Girona). Chien, que más tarde cofundaría la empresa Moderna, recuerda aquel día cuando le preguntan por uno de los temas más complejos y espinosos que han saltado en los últimos meses de pandemia: ¿Deben suspenderse las patentes que protegen la propiedad de las vacunas del coronavirus (SARS-CoV-2)?
Chien responde que una patente es como la receta de un plato de “gastronomía molecular” en El Bulli: “Incluso conociendo todos los ingredientes de la vacuna, esta tecnología es tan nueva y está tan rodeada de secretos industriales que casi nadie podría replicarla sin el asesoramiento de las empresas productoras”. Es decir, sin la técnica del cocinero.
Tanto él como otros expertos (as) explican con datos a EL PAÍS que liberalizar las patentes de las vacunas no resolverá su escasez en los países subdesarrollados.
Este médico y científico dejó Moderna y actualmente trabaja como investigador del Instituto Karolinska intentando entender cómo se forma el corazón durante el desarrollo embrionario.
En su opinión, suspender las patentes de las vacunas no hará que los países menos favorecidos tengan más inyecciones antes. “Necesitamos otra estrategia, porque esta llevaría demasiado tiempo”, resalta.
Otra cosa, dice, es la visión a largo plazo, con vistas a la próxima pandemia: “Creo que las patentes deberían suspenderse para que en el futuro África y Asia puedan usar la tecnología del ARN mensajero”, destaca.
Cada segundo una persona recibe la vacuna contra la COVID-19 en los países ricos. Mientras, la mayoría de los países pobres no han puesto ni una inyección. Así lo denuncia Naciones Unidas.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) es uno de los mayores adalides de la suspensión temporal de las patentes sobre las vacunas producidas por las empresas Pfizer, Moderna, Johnson & Johnson o AstraZeneca.
La propuesta original viene de dos potencias emergentes con una pujante industria farmacéutica: la India y Sudáfrica. En octubre pasado solicitaron que se suspendan las patentes sobre equipamiento médico, tratamientos y vacunas para eliminar trabas en la producción de las zonas más pobres del planeta.
Pero la mayoría de los países donde se han acometido la investigación y el desarrollo de las vacunas se opone, incluida la Unión Europea.
Este bloque ha propuesto que las farmacéuticas las vendan a precio de coste, así como otras medidas destinadas a facilitar la exportación de inyecciones.
Las empresas productoras y las patronales farmacéuticas también rechazan esta opción.
La sorpresa la dio el presidente de Estados Unidos de América (EE UU) Joe Biden, cuando el pasado 5 de mayo cambió la postura de su país y pidió que todos los demás apoyen la suspensión de patentes.
La decisión final aún no tiene fecha prevista. Más importante que eso es que tanto los defensores de la propuesta, como sus detractores, reconocen que esta medida no hará que haya más vacunas a corto plazo, y que probablemente no ayude a acabar con la pandemia más deprisa que comprando las inyecciones a las empresas productoras. De hecho, es posible que empeore la situación.
“Retirar el obstáculo de las patentes es solo el primer paso”, reconoce Rachel Cohen, directora de DNDi, una organización cofundada por la OMS, Médicos Sin Fronteras y varios institutos de investigación que llevan medicamentos para enfermedades olvidadas a países en desarrollo.
“El siguiente paso es conseguir que las empresas cedan su conocimiento y los secretos industriales para producir las vacunas; y finalmente conseguir financiación para establecer fábricas donde elaborarlas sin patente. Todo esto llevará meses, pero puede hacerse. Es una decisión política”, resalta.
De todas las vacunas que ya se han vendido, solo el 0,2% ha llegado a países pobres, según denunció la OMS en abril.
En buena parte se debe a que las vacunas de ARN mensajero son inyecciones para el primer mundo: necesitan una refrigeración a temperaturas de 70 grados bajo cero que hacen imposible distribuirlas en muchas zonas rurales de África, Asia y América.
Hace unos días, Pfizer anunció que este año espera ingresar unos $26.000 millones de dólares (€21.300 millones de euros) por la venta de su vacuna en todo el mundo.
El producto de Pfizer requiere 280 ingredientes y materiales que proceden de 19 países diferentes, según explicó el presidente de la compañía, Albert Bourla, en una carta abierta en la que expresaba su rechazo a levantar las patentes.
El problema, decía, no es la falta de infraestructura, sino de materias primas: no hay viales, bolsas estériles, reactivos ni enzimas necesarias para “cocinar” la vacuna.
"Si los países en desarrollo comienzan a producir sus propias inyecciones entrarán al mercado y comprarán esas materias primas. “Entidades con poca o ninguna experiencia en fabricar vacunas demandarán estas materias primas que necesitamos, poniendo en riesgo la seguridad y la salud de todos”, espeta Bourla en su carta.
La Compañía no ha respondido a la pregunta de este Diario sobre si estaría dispuesta a transferir el conocimiento necesario para producir su vacuna en países en desarrollo a cambio de un precio acordado. Tampoco lo han hecho Moderna, Johnson & Johnson, ni AstraZeneca.
Alain Alsalhani, farmacéutico de Médicos Sin Fronteras, recuerda: “Hay una asunción general de que producir estas vacunas es demasiado complejo, pero realmente algunas de las empresas que las fabrican ya han transferido su tecnología en casos concretos”.
La inyección de AstraZeneca, basada en ADN, es de un tipo que apenas se había usado antes y que requiere emplear células de mamíferos para hacer crecer los virus de simio que se utilizan como vehículo, un proceso complejo, nuevo, pero que ya se ha emprendido en el Instituto Serológico de la India tras un acuerdo con AstraZeneca.
Las vacunas de ARN son incluso más complicadas, pues es una tecnología nueva que requiere no solo cultivos en bacterias sino —y este es el verdadero cuello de botella— fabricar nanoesferas de grasa que son esenciales para transportar la vacuna hasta las células y comenzar el proceso de inmunización.
“El problema es que las compañías farmacéuticas no revelan la información detallada de cómo se hacen sus vacunas, y para poder fabricarlas en los países en desarrollo necesitamos que lo cuenten”, resalta Alsalhani.
La inmensa mayoría del conocimiento que sustenta las vacunas contra la COVID-19 se acometió en centros de investigación públicos y fue financiado con dinero público.
La fórmula para crear moléculas de ARN mensajero estable fue lograda por Katalin Karikó y Drew Weissman en la Universidad de Pensilvania.
Karikó siempre recuerda los constantes rechazos que obtuvo durante años por parte de empresas farmacéuticas y también de instituciones públicas.
La proteína del coronavirus en la que se basan la mayoría de las vacunas se desarrolló en un laboratorio público de los Institutos Nacionales de Salud de EE UU.
Jason McLellan, que actualmente trabaja en la Universidad de Texas, contribuyó a ello. “Yo preferiría que las grandes farmacéuticas cedieran su conocimiento a los países en desarrollo para que produzcan las vacunas”, explica a esta Diario.
Su equipo ha logrado una vacuna experimental fácil de incubar en huevos y libre de patentes para países pobres.
Las nanopartículas que usan Pfizer y Moderna también salen de laboratorios financiados con dinero público, entre ellos el de Norbert Pardi, en la Universidad de Pensilvania.
Las compañías farmacéuticas perfeccionaron la técnica de producción y pusieron sus infraestructuras, imprescindibles para fabricar miles de millones de dosis.
Lo más importante es que una suspensión de patentes puede no afectar solo a las vacunas de la COVID-19, sino a muchos más tratamientos: desde vacunas contra el cáncer a inmunizaciones contra otras treinta enfermedades. Es una mina de oro que nadie quiere regalar.
“Está habiendo mucha discusión, pero tenemos muy poca información”, opina Benjamín Martínez, experto en patentes biotecnológicas y profesor de Economía de la Universidad Autónoma de Madrid.
“La petición original de la India y Sudáfrica son cinco líneas, dos párrafos. No se sabe a qué países afectaría la suspensión, durante cuánto tiempo, qué patentes incluiría.
Desde un punto de vista teórico tal vez no se pueda hacer porque no está habiendo un abuso por monopolio y en algunos casos se está vendiendo casi a precio de coste”. resalta.
Lo más importante, destaca, es que para que la suspensión sirva de algo habría que obligar a las farmacéuticas a ceder todo su conocimiento secreto de la fabricación y hacer que cooperen con los países en desarrollo; que les enseñen a montar una fábrica y producir la vacuna. “No hay herramientas legales que permitan hacer esto”, explica.
Ion Arocena, director general de Asebio, la patronal de empresas biotecnológicas en España, resalta otro factor que añade complejidad al problema.
“No estamos hablando de unas cuantas patentes, sino de familias enteras de patentes cuya suspensión podría suponer un proceso de negociación muy largo”.
Mario Gaviria, químico de la Universidad de Míchigan, acaba de publicar un primer estudio que intenta aclarar cuántas patentes hay detrás de las vacunas de ARN y quiénes son sus dueños.
El equipo ha detectado al menos 89, aunque probablemente sean muchas más.
Su trabajo muestra un gráfico con una maraña de patentes compartidas entre grandes empresas como BioNtech, Moderna, Acuitas —que produce las nanopartículas de grasa— incluso Tesla, la compañía de Elon Musk, que comparte con Curevac una para crear fábricas de ARN móviles.
Los principales jugadores de este entramado son empresas de países desarrollados. En algunos casos comparten amigablemente las patentes y en otros están sumidas en litigios para impedir su uso.
“Es difícil”, explica Gaviria, “determinar si estas patentes son sobre la producción de vacunas de ARN mensajero, porque los documentos oficiales lo ocultan deliberadamente. Así que no sabemos el impacto real que tendría la suspensión de patentes”.
En cualquier caso, recuerda que además sería necesaria la cooperación de las farmacéuticas. “Es probable que se opongan porque no quieren enseñarle a otra gente cómo hacer vacunas”, explica.
Uno de los argumentos de la industria farmacéutica se basa en que suspender las patentes dañaría la innovación.
David Curiel, un investigador de la Escuela de Medicina de la Universidad de Washington, está investigando sobre una vacuna similar a la de AstraZeneca, pero que no requeriría refrigeración, algo idóneo para los países en desarrollo.
“Mucha de la tecnología de las vacunas contra la COVID-19 la hicieron pequeñas empresas biotecnológicas”, explica.
“Sin la protección de las patentes probablemente no lo habrían conseguido”. Este científico ha fundado su propia empresa para comercializar su vacuna.
Zoltán Kis es un bioingeniero en el Centro de Producción de Vacunas Futuras del Imperial College de Londres.
Se trata de un proyecto destinado a desarrollar un punto de fabricación de vacunas contra nuevos virus emergentes.
Kis ha estudiado la tecnología necesaria para producir vacunas de ARN. “Las instalaciones y los procesos necesarios realmente no son más complejos que los de otras vacunas producidas en cultivos celulares”, opina.
“Las verdaderas limitaciones son la falta de expertos (as), materias primas y el equipamiento de un solo uso”.
El experto aporta una visión escéptica del potencial de suspender las patentes.
“Si el coste de las vacunas fuese de $10 dólares, por ejemplo, vacunar a toda la población del planeta costaría en torno al 0,07% del Producto Interior Bruto Mundial.
Recordemos que la mayoría de los países han perdido un 10% de su PIB (Producto Interno Bruto) por la pandemia, con lo que el precio de vacunar es minúsculo en comparación.
Desarrollar vacunas a partir de las patentes liberadas costaría más o menos lo mismo, así que la solución más plausible es negociar con los dueños de las patentes para que fabriquen más y vendan a un precio justo”, opina.
Mientras se dirime este complejo debate, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha decidido perseguir una vía alternativa para que los países en desarrollo fabriquen sus propias vacunas de ARN sin depender de las patentes ni del conocimiento de las grandes farmacéuticas.
Se basan en la cooperación de científicos de instituciones públicas y privadas que conocen cómo se fabrican estos productos.
La idea es crear centros de intercambio de conocimiento y formación en países menos favorecidos, idealmente en aquellos que ya tienen una infraestructura de producción de fármacos.
Martin Friede, jefe de investigación de vacunas de la OMS, explica: “Ya nos han contactado diez grupos de investigación y expertos de pequeñas empresas biotecnológicas de EEUU, Europa y Canadá dispuestos a asesorar y dirigir el proyecto”.
A la vez, la India —donde una empresa ya ha desarrollado una vacuna de ARN mensajero que se encuentra a punto de iniciar ensayos clínicos—, Sudáfrica y Senegal han mostrado interés en acoger las futuras fábricas.
Friede dice que en el mejor de los casos, las nuevas factorías podrían estar en marcha en navidad (fin de año), pero puede que se retrasen fácilmente varios años debido a la necesidad de formar al personal, perfeccionar las instalaciones y emprender ensayos clínicos.
El médico mantiene que tal vez no lleguen a tiempo para combatir la COVID-19, pero sí para el próximo virus de alcance mundial.
“Cada vez que hay una pandemia”, resalta, “vemos una tremenda desigualdad entre países ricos y pobres; no es justo”, concluyó.
La OMS es uno de los mayores adalides de la suspensión temporal de las patentes sobre las vacunas producidas por Pfizer, Moderna, Johnson & Johnson o AstraZeneca.